Decir que Río+20 fue un éxito no corresponde a la realidad, pues no se llegó a ninguna medida vinculante ni se crearon fondos para la erradicación de la pobreza ni mecanismos para el control del calentamiento global. No se tomaron decisiones para hacer efectivo el propósito de la Conferencia, que era crear las condiciones para el “futuro que queremos”. En la lógica de los gobiernos está no admitir fracasos, pero no por eso dejan de serlo. Dada la degradación general de todos los servicios ecosistémicos, no progresar significa retroceder.

En el fondo se afirma: si la crisis se encuentra en el crecimiento, entonces la solución se obtiene con más crecimiento todavía. Esto concretamente significa más uso de los bienes y servicios de la naturaleza, lo que acelera su agotamiento y más presión sobre los ecosistemas, ya en sus límites. Datos de los propios organismos de la ONU informan que desde Río 92 ha habido una pérdida del 12 % de la biodiversidad, tres millones de metros cuadrados de bosques y selvas fueron derribados, se emitió un 40 % más de gases de efecto invernadero y cerca de la mitad de las reservas mundiales de pesca han sido agotadas.

Lo que sorprende es que ni el documento final ni el borrador muestren ningún sentido de autocrítica. No se preguntan por qué hemos llegado a la situación actual ni perciben, claramente, el carácter sistémico de la crisis. Aquí residen la debilidad teórica y la insuficiencia conceptual de este y, en general, de otros documentos oficiales de la ONU. Enumeremos algunos puntos críticos.

Los que deciden continúan dentro del viejo software cultural y social que coloca al ser humano en una posición adánica, sobre la naturaleza, como su dominador y explotador, razón fundamental de la actual crisis ecológica. No entienden al ser humano como parte de la naturaleza y responsable por el destino común. No han incorporado la visión de la nueva cosmología que ve a la Tierra como viva y al ser humano como la porción consciente e inteligente de la propia Tierra, con la misión de cuidar de ella y garantizarle sostenibilidad. La Tierra es vista tan solo como un depósito de recursos, sin inteligencia ni propósito.

Acogieron la “gran transformación” (Polanyi) al anular la ética, marginalizar la política e instaurar la economía como único eje estructurador de toda la sociedad. De una economía de mercado hemos pasado a una sociedad de mercado, separando la economía real de la economía financiera especulativa, esta dirigiendo a aquella.

Confundieron desarrollo con crecimiento, aquel como el conjunto de valores y condiciones que permiten la realización de la existencia humana, y este como mera producción de bienes a ser comercializados en el mercado y consumidos. Entienden la sostenibilidad como la manera de garantizar la continuidad y la reproducción de lo mismo, de las instituciones, de las empresas y de otras instancias, sin cambiar su lógica interna y sin cuestionar los impactos que causan sobre todos los servicios ecosistémicos. Son rehenes de una concepción antropocéntrica, según la cual todos los demás seres solamente tienen sentido en la medida en que se subordinan al ser humano, desconociendo la comunidad de vida, también generada, como nosotros, por la Madre Tierra. Mantienen una relación utilitarista con todos los seres, negándoles valor intrínseco y por eso, calidad de sujetos de respeto y de derechos, especialmente al planeta Tierra.

Por considerar todo bajo la óptica de lo económico que se rige por la competición y no por la cooperación, derogaron la ética y la dimensión espiritual en la reflexión sobre el estilo de vida, de producción y de consumo de las sociedades. Sin ética ni espiritualidad, nos hicimos bárbaros, insensibles a la pasión de millones y millones de hambrientos y miserables. Por eso impera un individualismo radical; cada país busca su bien particular por encima del bien común global, lo que impide, en las Conferencias de la ONU, consensos y convergencias en la diversidad. Y así, contentos y alienados, vamos al encuentro de un abismo, cavado por nuestra falta de razón sensible, de sabiduría y de sentido trascendente de la existencia.

Con estas insuficiencias conceptuales, nunca saldremos bien de las crisis que nos asuelan. Este era el clamor de la Cúpula de los Pueblos que presentaba alternativas de esperanza. En la peor de las hipótesis, la Tierra podrá continuar, pero sin nosotros. Que no lo permita Dios, porque es “el soberano amante de la vida”, como afirman las Escrituras judeocristianas.

Por Leonardo Boff es teólogo, filósofo y escritor. Publicado en el portal del Diario Granma

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